Esta primera edición de las Crónicas de Arkiva Sandrider llegó a mí años después de su muerte, por medio de alguien que lo conoció y desea permanecer en el anonimato. He de hacer una aclaración previa, a los posibles lectores de esta versión. A lo largo del relato se mezclan, sin solución de continuidad, fragmentos del diario de Arkiva y una selección de las grabaciones hechas por él mismo de las diferentes situaciones en las que se vio envuelto. Los fragmentos del diario están aquí recogidos tal como los dictó el explorador. No es exactamente así en lo que se refiere a las grabaciones. Estas fueron seleccionadas posteriormente, noveladas y narradas en tiempo pasado, se cree que por el propio Arkiva, para diferenciarlas de las entradas del diario. Debe aclararse que, aunque noveladas, intentan ser estrictamente fieles al espíritu de los fragmentos de grabación escogidos. Al menos, así me fue dicho por la persona que me facilitó las “Crónicas”.
Capítulo 1. La niebla y la montaña.
Ya han pasado tres semanas desde que nuestra nave se estrelló en este maldito planeta. Explorábamos las estrellas más lejanas, buscando pistas de los Mundos Perdidos, pero al final fue uno de esos mundos el que nos encontró a nosotros. Los antiguos mitos se vuelven reales, las andanzas infortunios, y yo me pregunto si de verdad elegí bien al querer convertirme en un explorador de la galaxia.
Sigo recuperándome de mis heridas, sin saber nada aún de la suerte de mis compañeros. Me siento impotente, más atrapado que agradecido por los cuidados que me procuran los Kreystell, en esta granja perdida en las alturas, donde una niebla perpetua lo abraza y lo devora todo.
Hoy he tomado una decisión. Voy a empezar a usar la nueva tecnología de grabación por los sentidos. Me he levantado muy temprano, incapaz de dormir, y he salido a una de las terrazas que afloran en la pared de la montaña, procurando no hacer ruido. Me gusta registrar así las entradas del diario, para evitar que se confundan con mis sueños. Necesito analizar cada pequeño detalle sobre mi situación, cualquier cosa que me ayude a saber qué ha sido de mis compañeros. El diario lo dicto en silencio, por medio de mis pensamientos, sin que nadie en la casa se dé cuenta. He creído necesario hacerlo así, dada la obsesión de la familia con cualquier información que pueda afectarme.
Pese a mi prudencia, estoy bastante seguro de haber llamado la atención de Rayma, la hija mediana de los Kreystell, una chica avispada y con mucho carácter. En el tiempo que llevo aquí he sido testigo de varias peleas bastante serias entre ella y sus padres; la última, esta misma noche. Según creo entender, a Rayma le parece muy mal que la familia sea dueña de tres esclavos xirren. Más de una vez me he dado cuenta de cómo ella me observa cuando me cree perdido en la contemplación de las brumas que rodean la granja. «Demasiado tiempo, demasiado callado», suele murmurar en tales ocasiones, aunque no creo que haya enfado en sus palabras. Curiosidad, más bien; o puede que frustración por algo que se le escapa. A mí también se me escapan muchas cosas, así que estamos en paz. Al diablo con las consideraciones morales.
De entre las nubes surgen a veces, como por arte de magia, distintos personajes. Suelen ser comerciantes que pasan unas pocas horas en la granja, cambiando manufacturas diversas por productos naturales que cultivan los Kreystell, mientras comparten noticias y beben una especie de licor azul de olor asqueroso. En tales ocasiones los esclavos xirren, a instancias de la familia, me encierran en la habitación. Dicen que es por mi propia seguridad, pero yo desconfío cada vez más de los Kreystell. No puedo evitar sentirme un poco paranoico (después de todo, me han salvado la vida), pero creo que hago bien en recelar de la comida. Sin embargo, tengo que comer algo. No puedo correr el riesgo de debilitarme y estar aquí más días de los imprescindibles. Si tan solo…
—Arkiva… Hola.
Di un respingo. Era Rayma. Había salido del desconcertante laberinto de estancias y pasillos excavados en la roca que era el interior de la casa de sus padres, como un pálido fantasma que espantó mis pensamientos. Creo que llevaba un rato observándome.
—Ah, hola, buenos… lo que sean, Rayma. Días, supongo.
—Claro que días, ¿acaso no ves? No, claro que no ves.
—¿Ver? ¿Pero cómo voy a ser capaz de ver nada, con esta maldita niebla?
—No solo niebla, Arkiva. Matices, colores. Anuncian día y anuncian noche. Pero tú no sabes.
Supongo que ella se expresaba de forma muy correcta, pero aquella gente hablaba un dialecto muy antiguo del galáctico, y aunque el traductor universal me permitía escuchar su voz en tiempo real, la reinterpretaba para darme un sentido básico de cuanto ella decía.
—Ya —respondí, poco convencido.
Ella salió a la terraza y se sentó a mi lado, sin dejar de observarme.
—¿Qué pasa, Rayma?
—¿Qué haces tú? Nunca cuentas cosas que haces. No confías nosotros.
Miré a la niebla, monótona e inmutable, tras los invisibles campos de fuerza de la montaña.
—No estaba haciendo nada —mentí—. Además, ¿que yo no cuento cosas? ¿Y qué hay de vosotros, si puede saberse? A veces me siento más un prisionero que alguien a quien ayudéis, de tan herméticos que sois todos aquí.
—Es por bien tuyo. Si tú sabes… Vale. Está bien. Dime, qué quieres tú saber.
¿En serio?
—Bueno, en primer lugar, por qué me encerráis en la habitación, cada vez que tenéis una visita.
—Ay, por propio bien tuyo —exclamó, como dando por hecho algo evidente—. Mira, tú cuentas vienes ahí arriba. Vienes cielo.
Estuve a punto de replicar, pero ella alzó una mano, y no dejó que la interrumpiese.
—Y verdad. Nosotros vimos nave. Tú vienes de cielo, como hacen dioses. Pero tú no dios. Tú no mecánico. Tú de carne. Humano, como nosotros. Si los que mandan saben, hacen mucho daño tú. Herejía. ¿Tú sabes?
Me quedé callado. Quizá tuviese razón. De hecho, era una de las distintas posibilidades para las que habíamos sido entrenados, antes de emprender la expedición. Nuestra misión, en realidad, era precisamente esa. Debíamos buscar los mundos que se habían perdido para el resto de la galaxia, a lo largo de los últimos milenios. Se suponía que teníamos que estar preparados para enfrentarnos a situaciones como aquella, con culturas primitivas, con otros sistemas de valores y creencias, con sus propias supersticiones. Pero una cosa era mirar la teoría desde arriba, y otra verte envuelto por ella.
—Mis compañeros, Rayma —dije al cabo—, dime la verdad, por favor. ¿Es cierto que solo me encontrasteis a mí?
—Sí… No.
—¿Cómo que sí y no? ¿Sí o no? —dije, conteniéndome para no gritar.
Ellos. Ellos allí primero. Tecnomantes. Los que mandan. Tú no en nave, tú a más distancia. Tus amigos llevaron. Los Tecnomantes.
Mierda. Mierda, mierda, mierda.
En ese momento me pareció escuchar un ruido, proveniente del interior de la casa. Escudriñé la penumbra, pero no noté nada extraño. Era demasiado pronto para que los padres y hermanos de Rayma se hubiesen levantado. Quizá uno de los xirren había arañado el suelo con sus extremidades insectiles. No me preocupaban mucho los xirren.
—Escucha, Rayma —dije, en susurros— ¿sabes dónde han podido llevar a mis amigos?
—Asentamiento arriba montaña.
—¿Y cómo se llega allí?
—Igual que llegas aquí, navegando nubes.
—Tú… Rayma, ¿crees que podrías ayudarme?
No respondió. Todavía no se fiaba de mí. Suspiré.
—Dime, qué quieres saber tú de mí.
—Todo. Quiero saber todo.
—Eso es mucho. Bueno, está bien, te contaré algo. Aunque no sé por dónde empezar…
—Éramos nueve —dije—, miembros de especies de distintos sistemas, entre ellos seis humanos. Formábamos parte de una expedición científica financiada por el Gobierno Galáctico, para explorar nuevos mundos. La ruta hiperespacial planeada nos llevaba peligrosamente cerca de los confines de los planetas conocidos, lugares del espacio demasiado a menudo frecuentados por piratas o cosas aún peores.
»Pasó demasiado rápido. Lo recuerdo casi como un sueño. Salimos del hiperespacio para repostar en una luna de un gigante gaseoso, en el sistema Arthane. Los piratas se nos echaron encima. Los dos agentes de Seguridad Galáctica fueron los primeros en morir. También mataron a uno de los tripulantes, cuando ofreció resistencia. Al resto de la tripulación y a los científicos nos inmovilizaron. Luego, la nave pirata se separó y apuntó sus cañones hacia nosotros. No podía ser posible. Nos habían robado, pero no se atreverían a matar a miembros indefensos de una misión oficial del Gobierno Galáctico. Entonces capté un fogonazo, al que de inmediato sucedió una violenta sacudida. Fui consciente de que iba a morir. Pero, en ese mismo momento, Triasp logró soltarse y reactivar el hiperespacio. Fue un acto desesperado. Una locura. Recién reiniciado y sin los cálculos correctos, podíamos chocar con un planeta o una estrella, o vagar perdidos para siempre entre realidades. Pero aparecimos en este sistema. ¿Su nombre? O bien las cartas estelares no funcionaban, o no lo sabían. Hallamos confusas señales de una civilización, procedentes del cuarto planeta, un mundo envuelto en hielo y nieve. Vuestro mundo. La nave, maltrecha, apenas soportó la entrada en la atmósfera. Nos dividimos entre las cápsulas de escape que aún funcionaban, improvisando un plan sobre la marcha, para reencontrarnos en la superficie en cuanto nos fuese posible.
»Triasp, Hena, yo y uno de los tripulantes, nunca supe su nombre, ocupamos una de las cápsulas. Más allá del momento de salir expulsados, no recuerdo nada. Lo siguiente fue despertar aquí, en la granja de tus padres.
Nos quedamos callados un rato. Al cabo, Rayma dijo:
—Mira niebla.
—¿Se supone que tengo que ver algo diferente? Es la misma maldita niebla de siempre.
Me estaba impacientando. Solo podía pensar en la suerte de mis compañeros.
Entonces ella me cogió la mano, y la llevó a su sien.
—Mira otra vez.
Le hice caso, con más educación que curiosidad, para complacerla y terminar con aquella tontería.
Cielos —exclamé.
Donde antes la niebla era una sustancia informe, la esencia misma de la monotonía, sentí (más que entendí) una expresión casi infinitesimal de variaciones en la luz y las sombras. Había allí… colores. Los etéreos jirones se movían como formas apenas perceptibles, como los latidos en la sien de Rayma, en una cálida danza que susurraba el amanecer.
—Es… ¿magia?
Ella apartó mi mano con suavidad, y se rio.
—No, no magia, Arkiva. Tú no ves. Yo vivo siempre aquí, yo comprendo niebla.
—Pero, ¿cómo me has pasado ese… poder?
—No poder —dijo, todavía riendo, aunque de pronto se puso más seria.
—Solo truco tú concentras —añadió.
—Vaya —asentí.
Entonces Rayma asió el instrumento metálico parecido a una flauta que llevaba siempre en su cinturón. Tocó unas notas, que se perdieron en la niebla.
—Ven —dijo—. Tú sigues yo. Me agarró de la mano y me condujo por las pasarelas oxidadas que comunicaban las diferentes terrazas, cada vez más arriba, hasta que llegamos a un sendero en la montaña. Enseguida estuvimos más lejos de la granja de lo que yo nunca había estado en todo mi tiempo allí. El corazón empezó a martillearme en el pecho, más por la adrenalina que por otra cosa. No podía evitar sentirme como un fugitivo.
—¿Tú camina bien, ya?
—Sí, sí. Perfectamente —respondí, agradeciendo que ella fuese delante y no viese mi gesto dolorido.
—Rayma —la llamé, al cabo de una media hora de ascensión—, espera. Yo…
—Aquí —dijo ella, que se había detenido en un pequeño rellano de piedra, en lo alto del camino.
En mi ansiedad por intentar convencerla para que hiciésemos un alto, choqué con su espalda.
Musité una disculpa, y me aparté unos pasos. Ella me agarró y me atrajo hacia sí.
—Cuidado —dijo—. Aquí no barandilla.
Estábamos ahora en la parte más alta de un tramo de tierra paralelo a la pared de la montaña, más largo y bastante más ancho que los anteriores. Por allí ya no se podía avanzar más. Habíamos topado con un muro que se perdía en la inmensidad neblinosa. Por el camino había visto plataformas y senderos procedentes de otras granjas, y me sorprendí pensando en la posibilidad de pedir cobijo en alguna. No me veía con fuerzas para regresar. No supe ver lo que se proponía Rayma.
—Ya. Ven —dijo ella, que no había dejado de mirarme. Acababa de producirse un ruido sordo, acompañado por una especie de retumbo, cuya procedencia no fui capaz de identificar. Ella me cogió otra vez la mano y se dirigió al borde del precipicio.
—¿Qué haces? —dije.
Me miró. Entonces dio un paso más… y desapareció en las densas brumas.
—¡No! —Grité, soltando la mano.
—Tranquilo. Arkiva, tranquilo. Yo aquí. Yo bien.
De entre la niebla, salió la mano de Rayma.
—Ven, todo bien. Ven.
Por fin, pasada mi conmoción inicial, el sonido que acababa de escuchar empezó a cobrar sentido. Debía haber allí un vehículo, o algo parecido, flotando al lado de la montaña. Me adentré en la niebla. Apenas sentí el cosquilleo del campo de fuerza. Pisé una superficie de madera, que vibraba y oscilaba bajo mis pies. Entre las brumas adiviné una especie de jarcias, que sostenían el vehículo. Aunque no pude ver qué era lo que sujetaba a aquellas jarcias.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando…